Teatro La Plaza ISIL, 23 de mayo de 2009
Mientras disfrutaba de Copenhague, de Michael Frayn en la versión de Marian Gubbins, recordaba Los físicos, de Friedrich Dürrenmatt (que espero verla en escena alguna vez). Más precisamente, volvía sobre dos extremos del discurso del físico Möbius y los aplicaba a lo que estaba presenciando. “Físicos, pero inocentes” y “Lo que se pensó una vez, ya no puede ser revocado” marcan la pauta, creo yo, de la especulación humanista –si se me permite el término- sobre la labor científica.
Así como aprendimos que la idea de dios no es necesaria para el trabajo científico, entiendo que los físicos tampoco introducen la variable moral en sus investigaciones. Es obvio. Tienen libertad creativa para la formulación y experimentación de sus hipótesis o teorías, así estas lleven a la extinción de la humanidad en menos de un segundo. Las presiones de poder, políticas o sociales, y el cuestionamiento moral de sus resultados son siempre posteriores. El juicio moral –“es moral esta investigación; si no lo es, debo suspenderla”- juega en una dimensión distinta y en un tiempo posterior.
Frente a ello, al amedrentado humanista no le queda otra opción que desear –si el deseo tiene algún resultado empírico- que las investigaciones físicas siempre se frustren o, por lo menos, demoren lo suficiente. Y ya, con mayor neurosis, incluso puede postular la total intervención estatal, la eliminación de todo ese gremio o el oscurantismo. El pobre humanista es ingenuo, y de seguro desaparezca desmaterializado con todos sus congéneres cuando se compruebe que, ahora sí, la hipótesis no falló.
Copenhague, además de convincentes y sólidas actuaciones, presenta un interesante debate ético sobre los alcances, finalidades y compromisos del trabajo científico. El espectador ni siquiera piensa en mirar el reloj. No puede.
Abraham García Chávarri
Mientras disfrutaba de Copenhague, de Michael Frayn en la versión de Marian Gubbins, recordaba Los físicos, de Friedrich Dürrenmatt (que espero verla en escena alguna vez). Más precisamente, volvía sobre dos extremos del discurso del físico Möbius y los aplicaba a lo que estaba presenciando. “Físicos, pero inocentes” y “Lo que se pensó una vez, ya no puede ser revocado” marcan la pauta, creo yo, de la especulación humanista –si se me permite el término- sobre la labor científica.
Así como aprendimos que la idea de dios no es necesaria para el trabajo científico, entiendo que los físicos tampoco introducen la variable moral en sus investigaciones. Es obvio. Tienen libertad creativa para la formulación y experimentación de sus hipótesis o teorías, así estas lleven a la extinción de la humanidad en menos de un segundo. Las presiones de poder, políticas o sociales, y el cuestionamiento moral de sus resultados son siempre posteriores. El juicio moral –“es moral esta investigación; si no lo es, debo suspenderla”- juega en una dimensión distinta y en un tiempo posterior.
Frente a ello, al amedrentado humanista no le queda otra opción que desear –si el deseo tiene algún resultado empírico- que las investigaciones físicas siempre se frustren o, por lo menos, demoren lo suficiente. Y ya, con mayor neurosis, incluso puede postular la total intervención estatal, la eliminación de todo ese gremio o el oscurantismo. El pobre humanista es ingenuo, y de seguro desaparezca desmaterializado con todos sus congéneres cuando se compruebe que, ahora sí, la hipótesis no falló.
Copenhague, además de convincentes y sólidas actuaciones, presenta un interesante debate ético sobre los alcances, finalidades y compromisos del trabajo científico. El espectador ni siquiera piensa en mirar el reloj. No puede.
Abraham García Chávarri