Monday, April 23, 2007

De paseo por la Calle de la Desolación


Ha habido grandes personajes, artistas eternos, terriblemente geniales, y Bob Dylan es uno de ellos. Es cierto, se han dicho muchas cosas de él, hay quienes lo consideramos más que un genio, un innovador, un poeta, un aventurero y un maestro. Para otros no es más que un fraude, un artista sobrevalorado, un oportunista con una voz horrible y un trasnochado vendedor de humo. Pero más allá de la admiración que podamos tenerle algunos y la animadversión de otros, sin duda alguna, Dylan es el músico popular más trascendente del siglo XX (título que comparte con Los Beatles), así lo demuestra la gran influencia sobre los músicos más importantes desde los sesentas hasta la fecha.

Por mi parte, descubrí a Dylan cuando cursaba los primeros ciclos de la universidad, era el paso siguiente para alguien como yo que empezó escuchando a Los Beatles desde algunos años antes y que se encontraba fascinado por la música de los sesentas y que, además, ya había escuchado de la gran fama del hijo predilecto de Duluth. Todo se originó con una cinta de audio, y el descubrimiento de las canciones fue sensacional. Era simple, pero distinto. Una guitarra acústica junto con una voz desafinada nunca habían sonado mejor.

Luego de ello, como el buen amigo que pretendo ser, procedí a compartir la música con mis camaradas, aunque creo que ninguno de ellos (salvo uno) lo disfruta tanto como yo. No los culpo, sé que están más acostumbrados a artistas con otro estilo, con una afición mayor por los artilugios de la producción musical. Y es cierto, el maestro construye canciones distintas, donde la producción tal vez quede en segundo plano (tal vez alguien podría decir que hasta la desprecia un poco). Por ejemplo, no me puedo imaginar una canción de Dylan con un arreglo de cuerdas o de vientos, con efectos grandilocuentes o virtuosos, simplemente, no sería él.

Pero es ocioso hablar de Dylan, lo mejor es escucharlo, para luego entenderlo u odiarlo. Sus canciones son la mejor manera de comprender la genialidad de este –ahora- cantante sesentón y que casi ha muerto dos veces y que ha escrito centenares de canciones. Muchas anécdotas recorren las hojas de sus ya incontables biografías, como aquella que cuenta que fue él quien les entregó su primer cigarrillo de marihuana a Los Beatles, o como aquella otra que dice que a pesar de ser la voz de la generación de los sesenta, en realidad odiaba a los hippies, o una reciente que nos relata como dos acomodadoras de menos de veinte años no lo dejaron entrar a su propio vestuario porque no lo conocían. Pero reitero, no hay ninguna biografía ni ningún artículo o anécdota que pueda decirnos más de Dylan que uno de sus discos, que una de sus canciones.

A quienes gustan del rock, les resultará inevitable cruzarse con Bob Dylan. No debería haber un aficionado a la música que no haya escuchado la trilogía de álbumes que cambió el rumbo de la música popular del siglo XX. Es asignatura obligatoria la audición del Bringing it all back home (1965), del Highway 61 Revisited (1965) y del Blonde on Blonde (1966). Discos básicos, imprescindibles, geniales e impredecibles. No pretendo señalar las virtudes de cada uno de ellos (al menos, no ahora), sólo es necesario poner de manifiesto su trascendencia (lo cual no garantiza que sean álbumes aptos para todos los públicos).

Podría también referirme a muchas canciones, el repertorio es inmenso y la calidad es incuestionable. Sin embargo, me permito la licencia de comentar brevemente sólo una de ellas, aquella que desde hace varios meses me conmueve y me obliga a escucharla cada vez que puedo, Desolation Row. Una canción de casi once minutos y medio, en donde hace un recuento de personajes que ya no habitan las hojas de la cultura occidental, sino que se pasean en una calle donde se cruzan la desgracia y el patetismo, donde Romeo es negro y es apaleado por enamorarse de una blanca Cenicienta y donde el Fantasma de la Ópera envenena a Casanova con palabras, todo adornado con una guitarra preciosa y una voz casi hipnótica. Una canción perfecta, una muestra del genio, una muestra de la inmortalidad del arte.

No se debe hablar mucho de Dylan, porque se corre el riesgo de nunca terminar de hacerlo. Todo es simple, como su música, después de todo, aún es el muchachito que salió de su natal Minnesota para ser cantante, que se convirtió en el heredero de la tradición folk norteamericana y que renunció a ella entre abucheos en el Festival de Newport, que publicó tres álbumes que cambiaron el rumbo del rock y que ha publicado otros más dignos de su genialidad, que se transformó cuantas veces quiso, que le pregunta a una dama cómo se siente ser una completa desconocida, que sintió cómo es tocar la Puerta del Cielo y que se atrevió a dar un paseo por la Calle de la Desolación.


Jorge Orlando Ágreda Aliaga

1 comment:

Anonymous said...

Rule

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