Friday, April 06, 2007

Siempre hay una primera vez...


Llegué de madrugada a la estación migratoria de Tijuana. Me trajeron desde el aeropuerto en una camioneta blanca de marca americana después de una acalorada discusión con un oficial de migraciones (experiencia que merece un post aparte). Me quitaron la correa y los pasadores de los zapatos. Me dijeron que podía sacar sólo lo esencial de mi maleta: no saqué nada. Y me metieron adentro. Fue mi primera noche detenido.

El lugar era un amplio cuarto donde todos dormían en colchones sucios. Me recosté a pelo sobre unas bancas de cemento pegadas a la pared. Y no cerré los ojos durante tres horas, hasta que amaneció. Estaba muy molesto conmigo mismo por haberla cagado y por mandar al diablo el esfuerzo que hicieron mis viejos. Aunque sabía en el fondo que la culpa no era totalmente mía, sentía que debí haber manejado mejor la situación. En fin, ya estaba ahí, escuchando los ronquidos y los pedos (si no fuera por mi olfato nulo, la hubiera sufrido de verdad) de un montón de inmigrantes que venían de los diferentes rincones del mundo. Fueron tres horas que se me hicieron tres días. No podía entender cómo la gente podía dormir tan tranquilamente. Se me volcaron de golpe una serie de imágenes y recuerdos: personas que creía había dejado atrás volvieron a mis pensamientos y me preguntaba qué sería de sus vidas, cuando en realidad debía preocuparme por lo que iba a ser de mí. Luego cruzaron por mi mente posibles estrategias de fuga, aunque rápidamente deseché todas una por una, ya estaba bastante jodido para agravar más mi situación. No me quedó otra que relajarme, respirar hondo y empezar a contar ovejitas. Creo que llegué a la número tres. Pero estuve muy tranquilo dentro de todo (o al menos lo aparenté bien). Era curioso: Ni en mi más remoto sueño imaginé estar en una situación parecida; bien dicen que uno no sabe dónde terminará mañana. La vida te da sorpresas, canta Rubén Blades.

Cuando amaneció nos trajeron el desayuno: un plato de hotdog picado revuelto con huevo, un pan y un vaso de leche. Decente, al menos para lo que esperaba. Nos leyeron nuestros derechos. Después nos llevaron al médico para justificar su sueldo. Y al final llegó el horario de las llamadas telefónicas. Llamé a mi casa, naturalmente. Contestó mi mamá y le expliqué la situación. Se entristeció mucho, pero al menos ya sabía de mí y la dejaba más tranquila, sobre todo cuando le dije lo bien que nos trataban (cosa que exageré un poco). Cabe decir que ahí no hablé con nadie. Ni una palabra.

El camión (como le llaman al bus) llegó alrededor a las siete de la tarde (sí, siete de la tarde, según el horario mexicano), nos entregaron nuestras cosas y nos subieron en fila india. Después del papeleo de rigor, atravesamos varias calles miserables de Tijuana, calles que me recordaron a Perú: la geografía era diferente, pero la pobreza, la misma. Nos esperaban casi dos días de viaje en el que descubrí y terminé odiando el sabor de los burritos, y casi un mes más de detención en el “corralón” de Iztapalapa, en el D. F... Pero de eso hablaré después.


Oscar Aybar

1 comment:

Anonymous said...

sigo esperando la continuación de este capítulo oscuro de tu historia manitos.

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